viernes, 28 de octubre de 2016

Benjamin Black / Las novelas negras de Banville

Benjamin Black / John Banville

A su paso por Madrid, para particitar en el certamen Getafe Negro y presentar su nueva novela, John Banville, el mejor estilista de la lengua inglesa, nos deja esta certera recomendación: “Contra la crisis, novela negra”

John Banville (Irlanda, 1945) es el último eslabón de esa prodigiosa cadena de grandes escritores irlandeses que han marcado la tónica de la literatura europea, e incluso de la literatura en lengua inglesa, en el último siglo: Oscar Wilde, Bernard Shaw, James Joyce, Samuel Beckett… A la sabiduría literaria de todos ellos, Banville ha añadido un nuevo ingrediente: su versatilidad, su capacidad de afrontar retos muy dispares, sin sacrificar en ninguno de ellos su enorme nivel de exigencia: ese que le ha llevado a ser calificado por el maestro de la crítica George Steiner como “el mejor y más fino estilista de la lengua inglesa”.


La última faceta de este escritor magnífico, autor de obras maestras como “El intocable”, “Imposturas” o “El mar” (premio Man Booker) (todas ellas editadas por Anagrama), es su desdoblamiento en dos autores: el Banville clásico, austero, escultor de frases memorables, dueño del secreto del lenguaje; y Benjamin Black, un heterónimo, dedicado en exclusiva a la escritura de “novela negra”. Un doble, un hermano gemelo, que se está mostrando además muy prolífico: cuatro novelas en apenas cinco años, todas ellas de una impecable factura literaria, y alimentadas por esa secreta cualidad de la literatura negra que le inyectaron sus creadores modernos (Hammett, Chandler y cía): ser un instrumento inigualable para hurgar en las entrañas ocultas de la sociedad, en los entresijos del poder, en los rincones más siniestros de la sociedad, en las capas más escondidas de la psique humana, en los engranajes y las historias más ocultas de un país: en breve, en el lado oscuro de la realidad. Para ello, Banville ha puesto en marcha una saga narrativa con dos ingredientes esenciales: el Dublín brumoso de los años 50 y un personaje literario muy potente, el médico forense Quirke.




“El secreto de Christine” (2006) es el primer eslabón de esa trama negra que tiene como protagonista central a Quirke. La primera innovación de Banville/Black es que Quirke no es un detective, ni un policía, ni un agente secreto, ni un asesino, ni un delincuente. Es un médico, un patólogo, un forense: su trabajo consiste en hacer autopsias. Los muertos parecen seres mudos, inevitablemente sumergidos en un pozo del silencio. Sin embargo, “hablan” y, a veces, revelan importantes secretos, escondidos misterios. De esa escueta y sorprendente verdad va a tirar Benjamin Black para cimentar sus relatos. De ella, y también de la disposición del forense Quirke a oír esas secretas revelaciones de “sus” cadáveres, movido por su insaciable curiosidad (por saber, indagar y descubrir la verdad), por su irresistible tendencia a meterse en líos (quizá como respuesta al tedio de una ciudad y una sociedad abotargadas) y tal vez, incluso, también, por un nunca revelado pero real instinto justiciero, que le impulsa irremediablemente a “tirar de la manta”, a no mirar para otro lado, a no abandonar, a enfrentarse a riesgos, verdaderos riesgos, donde su propia vida entra en juego, simplemente para que la verdad salga a flote. Y se haga justicia. ¿Una espina clavada desde su más tierna infancia cuando fue recluido en el orfanato de Carrikclea y tuvo que adaptarse a la dura ley injusta de aquel encierro?

Cuando emerge narrativamente el personaje. Quirke ya es un cincuentón, viudo, solitario, un bebedor empedernido, perpetuo enamorado de su cuñada Sarah, a la que renunció para casarse con la hermana de ella, Delia, fallecida años atrás en un parto. En “El secreto de Christine”, Quirke deambula por un Dublín otoñal, neblinoso, frío, húmedo, el Dublín de los años 50, donde no parece haber otro refugio –para el frío y la soledad– que los pubs llenos de humo y olor a whisky y cerveza. En ese escenario brumoso, la aparición de un cadáver “que no tenía que haber estado allí”, va a desencadenar una espesa trama y una búsqueda febril que van a llevar a Quirke a descubrimientos y revelaciones sorprendentes, en los que su padre adoptivo (el eminente Juez y miembro del Tribunal Supremo, condecorado por el Vaticano) y su suegro (un poderoso mecenas de Boston) aparecen involucrados en una siniestra red de tráfico de bebés desde Irlanda a EEUU, realizada al amparo y con la cobertura de la todopoderosa iglesia católica. Pero llegar hasta el fondo de esa historia va tener un severo coste para Quirke: una paliza que le va a dejar una cojera permanente, y una revelación personal y familiar que va a poner al desnudo su olvidada paternidad, su llaga más secreta.





“El otro nombre de Laura” –segunda novela de la saga– se publicó solo un año después, en 2007. Ha pasado el tiempo. Los rescoldos del caso anterior no se han apagado del todo. Sarah ha muerto. El Juez está ingresado en un hospital prácticamente en coma. Un hastiado Quirke, que ha dejado la bebida y no encuentra ni el modo ni la distancia adecuada para relacionarse con su hija Phoebe, recibe una llamada inesperada. Un conocido de sus tiempos de estudiante, Billy Hunt, le pide un favor insólito: que no haga la autopsia de su esposa, que apareció ahogada en el mar, en lo que aparenta ser un claro suicidio.

Pero cuando el cadáver llega a su mesa de forense, una extraña marca en el brazo lleva a Quirke a olvidarse del amigo y satisfacer una curiosidad que ya de antemano sabe que va a ser fuente de nuevas complicaciones, a las que no podrá resistirse y en las que no dudará en involucrarse; sobre todo cuando su propia hija aparece extrañamente mezclada con uno de los personajes de una trama, cada vez más siniestra, cada vez más peligrosa, y en la que aparecen entremezcladas formas singulares de pornografía, drogadicción, chantajes, celos, ambiciones, deseos de venganza, y la extrema fragilidad de unos personajes cuyos sueños escapan siempre a sus posibilidades.

Maravillosamente escrita, con la concisión, el rigor, la complejidad y el lenguaje rico y preciso de una obra del mejor Banville, esta novela es una indagación colectiva, más que en el entramado delictivo de una ciudad (que también lo es), en el entramado mental y afectivo de un grupo de “outsiders”, de personajes que, por uno u otro motivo, han perdido su anclaje y se ven impelidos a buscarse la vida y los afectos en parajes que lindan peligrosamente con los márgenes. Una novela perfecta, perfectamente narrada.




“En busca de April” (2010), tercera pieza de la saga, recién publicada por Alfaguara, bucea en el enigma de la desaparición de una chica, April Latimer, ligera de cascos pero a la vez doctora en un hospital, amiga de Phoebe, la hija de Quirke, y sobrina de un ministro irlandés. En su nueva indagación, Quirke va a echar mano de dos apoyos: su cuñado Mal (médico obstetra), que hará el papel de Watson, y el inspector Hackett, brazo armado de la ley, que desde la primera novela mantiene con Quirke una relación a medio camino entre la confianza y el recelo, y que se hace cargo de la investigación “oficial” del caso. “En busca de April” profundiza en el mundo del Dublín de posguerra, una sociedad cerrada, hermética, asfixiante, dominada por la iglesia católica, donde las mujeres son denostadas por el simple hecho de serlo, donde la presión social es tan grande, y las expectativas de la gente tan escasas, que la bebida y el crimen parecen las únicas formas de escapar de la tenaza formada por la represión y el tedio.

Con este tercera entrega, Banville/Black vuelve a ratificar la singularidad de su proyecto “negro”. Aquí la trama no es lo esencial. Y las víctimas, en vez de mera excusa para la trama, cobran verdadera vida. La verdad no es nunca incontrovertible, sino algo que se va construyendo lentamente, superponiendo varias perspectivas. El crimen y la muerte horrorizan al narrador, que preferiría no tener ni víctimas. “La novela negra perfecta –ha dicho– sería aquella en la que al final no se ha cometido ningún delito”.

Para Alejandro Gándara, en Benjamin Black, y siguiendo la evolución del género en los últimos tiempos, todo se ha vuelto mucho más melancólico. El mal se ha extendido universalmente y ha alcanzado la conciencia del investigador, que ya es un tipo comido por sus miserias y que camina entre los despojos del progreso material y moral. Resta poco espacio para la épica y el optimismo, aunque el poco que queda Banville/Black lo aprovecha para no despeñarse por completo en un pozo de oscuridad.

SANTUARIO




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