martes, 20 de octubre de 2015

Steven Soderbergh / Behind the candelabra



Steven Soderbergh

BEHIND THE CANDELABRA

Michael Douglas y Matt Damon, 

dos locas memorables

‘Behind the candelabra’, de Soderbergh, describe con talento el exhibicionismo

CARLOS BOYERO Cannes 22 MAY 2013 - 00:28 CET


El primer día del Festival de Cannes de 1989 vimos la ópera prima de un director estadounidense de 25 años llamado Steven Soderbergh que venía avalada con la bendición del cine independiente en el Festival de Sundance. Se titulaba Sexo, mentiras y cintas de vídeo y los elogios estaban justificados. Era una historia turbadora y rodada con muy poco dinero sobre un hombre enigmático, traumado y voyeur que filmaba en vídeo las confesiones sexuales de las mujeres que encontraba en su vagabundo camino. También era más cosas y todas interesantes. Soderbergh demostraba una originalidad y un talento poco comunes. Ganó justamente la Palma de Oro.
Después de mil bandazos alternando el cine de autor con el transparentemente comercial, de fracasos y éxitos, de haber compaginado los proyectos personales y arriesgados con el cine de fórmula segura, de haber producido a bastantes colegas, de llevar anunciando desde hace una década que la película que está rodando en ese momento supondrá su definitiva despedida del cine y desmintiendo al año siguiente su antigua certidumbre, este extraño director retorna a Cannes con Behind the candelabra, producida por la cadena HBO y que se estrenará en Estados Unidos en la televisión por cable.
Soderbergh utiliza al pianista y showman Liberace, una figura con enorme arraigo popular en el mundo del espectáculo de Las Vegas y en la televisión, símbolo del kitsch más ostentoso, homosexual en una época en la que la mayoría de los famosos no se atrevían a salir del armario, para contarnos su destructiva historia de amor con un hombre joven con el que ejercía de tutor, amante, padre o amigo en función de sus distintos estados anímicos.
Comienza en la década de los setenta, mostrando la apoteosis de la cocaína y la promiscuidad, y acaba en los ochenta con la llegada del depredador sida. Soderbergh describe con talento el exhibicionismo del lujo delirantemente hortera, la paranoia, el caos mental, las subidas y bajadas emocionales, la violencia que provoca la adicción a la golosa y peligrosa sustancia blanca, la moda antinatural en que se convirtió el trato continuo con los cirujanos plásticos intentando disfrazar la temida vejez, el imposible equilibrio sentimental en una pareja que se necesita y se estorba, que pasa de la plenitud a la sordidez, marcada por las relaciones de poder debido a la fortuna y la fama que posee Liberace y la dependencia económica, profesional y social que su pareja tiene de él. Existe ternura y alegría inicial en los días de vino y rosas entre la estrella rutilante y vieja loca (la agria definición es de su novio) y el arribista que se acostumbró al esplendor que compra el dinero. El declive de ese amor estará marcado por una galería de mezquindades, por la volcánica negativa del trepa enamorado a perder sus privilegios y volver a la intemperie de la calle.
Para protagonizar este áspero retrato de dos personajes tan excesivos como amanerados, Soderbergh ha elegido a dos actores heterosexuales y prototipos de la virilidad como Michael Douglas y Matt Damon. El trabajo de ambos es excelso. Mantienen la sobriedad gestual y la intensidad interna y los matices en la piel y en el corazón de dos personas cuya imagen y características invitan al desmadre. Es probable que el Oscar se acuerde de ellos.
El director italiano Paolo Sorrentino es alguien con reconocible y poderoso lenguaje visual, con vocación ancestral de combinar el esperpento, la sátira y el lirismo, cuando la mezcla está equilibrada le salen películas tan memorables como Las consecuencias del amor o el inquietante retrato que hizo de Andreotti en Il divo. Pero cuando su afición al capricho nubla su lucidez puede hacer cosas tan ridículas como This must be the place, con un insoportable Sean Penn encarnando a un retirado y hermético ídolo del punk.
En la película La gran belleza Sorrentino despliega lo peor y lo mejor de su universo. Dedica excesivo y repetitivo metraje a una historia que ganaría si en el montaje hubiera desechado unas cuantas tonterías. A través de la desencantada mirada de un periodista a punto de ancianidad y especializado en la noche romana, describe la enloquecida decadencia de un mundo que se acaba, protagonizado por una fauna adinerada y caricaturesca que monta fiestas nocturnas en los palacios y en las grandes villas de Roma. Hay demasiadas referencias argumentales no solo a La dolce vita de Fellini, sino también a su barroco estilo visual. La cámara de Sorrentino pretende ser tan experimentadora y audaz que acaba mareándote. Y si se encapricha de la idea más gratuita que se le ha ocurrido o cree que alcanza la plenitud expresiva filmando un baile, puede repetir hasta la extenuación del espectador lo que él considera brillantes hallazgos. Pero en otros momentos existe auténtico poder poético, imágenes hermosas y sugerentes, diálogos y reflexiones que desprenden inteligencia y veracidad. También dispone de un actor excepcional, habitual en su cine, llamado Toni Servillo. Su campo magnético es muy amplio. Transmite de forma admirable las complejas sensaciones de su personaje. Es lo más creíble en una película que coquetea excesivamente con el delirio.

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