martes, 5 de agosto de 2014

José Revueltas / Virgo



José Revueltas
VIRGO

Si ella lo supiera sin duda me condenaría, pero ante todo por su sufrimiento: sufre por esto, porque no tengo conciencia, porque me abandono y soy capaz de padecer por la menor cosa, ante lo más insignifi­cante que vea. En la calle central de este pueblo ho­rrible, un pueblo de petróleo, iluminado por las llamas de la tierra, camino del burdel, me ha detenido una vieja gitana. No pude rechazar, casi por tristeza, su rostro maligno, su estúpida persuasión, su insistencia desoladora. Algo me dijo sobre lo que examinaba en mi mano. Por supuesto, decía mentiras. Ignoraba que yo fuese a venir, que me dejara arrastrar de tal modo por esa inercia que me invade ante lo que juzgo malo y que me tienta hasta el vencimiento y la dicha.
    Y ahora aquí estamos. Ellos, con quienes vengo, son gente estúpida y maligna; ellos sí vienen por encon­trar esa porquería que buscan, por solazarse de la peor manera. No llego a sentir su presencia aquí, junto a mí, en torno de esta mesa: no que me parezcan abs­tractos, sino de otra patria, de otro idioma no huma­no. Ríen, naturalmente: están dichosos, extendidos en su comodidad espiritual, contentos de mi corrupción. Y yo también, feliz en absoluto.
    Si ella lo supiera, vendría a mí de modo irremedia­ble, me acariciaría el rostro, el cabello, tendría mi misma compasión, o tal vez mi furia también, mi deseo de hundirse. Cómo anhelo su presencia, cómo, Dios mío, querría que ella estuviera a mi lado, me mirara hasta el fondo y llorara. Ellos, mis amigos, están felices. En la pista del burdel ocurre algo: una mujer sale. Hay en el medio una pequeña tarima para ella, donde deberá bailar, agradar, retorcerse.
    Luego la cosa es como un sueño lejano, inmenso, donde no se cabe. Es rubia y de una delgadez sin por­venir, enormemente dulce, desamparada. Baila, pero en seguida comienza a desnudarse, a despojarse de todo lo que es ajeno a ese cuerpo que, en sí mismo, es algo más que la desnudez. El sexo, es decir, el vello rojizo-amarillento, pobre, que lo cubre —algo como un pudor extraño de la materia— podría ser artifi­cial, se antoja una cosa de la cual debiera también desnudarse, no sé en qué forma, pero entonces sentiría uno algo más que esta estúpida piedad, esta cosa nau­seabunda que me hace sentir un gran amor por los golpes con que se daña contra la tarima, por su tre­pidar a los compases de una música inverosímil, com­pletamente inhumana, que ejecutan los atroces músi­cos: serios, bárbaros, solemnes, entusiastas hasta el vacío. (Nunca he visto una geometría humana más desprovista de alma que la de estos músicos, mercenarios hasta la última nota: podrían, incluso, tocar sin instrumentos, solos en el mundo, sin nadie, sin música.)
    ¡Oh, si ella estuviera conmigo, me acariciaría la frente, me diría que perdona todos mis sufrimientos, que absuelve mi soledad!
    Pero ella no está, no estará y esto debo vivirlo solo, sin compañía de nadie: esa mujer que se retuerce. Luego empiezan a lapidarla, ¡Dios mío!, y una sonrisa abre mis labios, me río sobre mi copa, me inclino a reír hasta toser, escupir, blasfemar de risa. No puede ser más bello: le arrojan monedas, la hieren con monedas de todas clases que lanzan contra su espan­tosamente sucio cuerpo desnudo. Los que arrojan mo­nedas de cobre tienen cierta cautela, apuntan a no pegarle. Pero mi gran amigo, mi hermano, una de las personas a quienes más quiero en el mundo, que está junto a mí, serio como un sacerdote, serio como un dios católico, hermoso a fuerza de tanta dignidad, respetable como un padre, saca una moneda de oro (¿dónde la habrá encontrado?, ¡ah, pero no puede perdérsela!), una hermosa moneda de oro, y la arroja con furia, como en la Grecia antigua el lanzador del disco, contra la mujer y, desde luego, le acierta en el rostro, un poco por debajo del labio, casi en la punta de la barbilla. Mi amigo, mi hermano, no ha podido poner en el gesto mayor grandeza ni valentía: su expresión se tornó maravillosamente distinta, por­que arrojaba oro, un pequeño cuerpo agresivo e hi­riente... pero que era oro.
    Ella se tocó la barbilla con un gesto misericordio­so pero luego se llenó de ternura y comenzó a sonreír y a dar las gracias. Era de lo más bello que he visto en mi vida, desnuda hasta perder el sentido. Todos aplaudieron a rabiar, con una satisfacción bondadosa, cuya dulzura me embriagaba cada vez más intensamen­te, al punto en que comencé a sentir un amor puro, inmaculado, por todo el mundo. Por los hermanos que me rodeaban en la mesa y que, solícitos, ponían cada Vez más y más dinero para beber. ¡Era tan hermoso! Beber era como amarme, era como una caricia, era un poco como acariciar a la límpida rubia que se había golpeado contra la tarima, que había dado las gracias al público, huyendo, vertiginosamente, con los trapos sueltos que sus manos —¡de dedos tan largos, tan hechos para no sufrir!— pudieron ir recogiendo poco a poco, sorprendida, subyugada, con la moneda de oro resguardada entre los senos, igual que una custodia.
    Vino alguien a sentarse junto a mí, otra mujer; sencilla y obscena, delicada, apremiante. Era el co­mienzo de la noche y todavía podía hacer algo, si comenzaba conmigo.
    Cuando fuimos a su cuarto, sin embargo, se olvidó del dinero. Tenía probablemente una necesidad feroz de hablar. Había una ventana, no sé por qué, que daba a un cementerio: ella la dejó abierta, quizá nada más por descuido, o porque no le importaba. Nadie nos vería del otro lado: sólo cruces y tumbas alum­bradas por los mecheros de gas de la refinería. Ella palpitaba a cada palabra y toda la acción que la ha­bía precedido hasta acostarnos, tendidos, desnudos, frente al cementerio, no pudiera decirse que tuviese un significado preciso, ni siquiera profesional: cuando se inclinó a lavarse el sexo, como una estatua asiática, vuelta hacia los muertos y luego se arrojó sobre mí sin violencia, como desamparada.
    Yo miraba hacia las tumbas, desde la cama donde estaba tendido, sin embargo no del todo muerto, sino amándola, amándola como tan sólo se ama una vez en la vida, con todos mis ojos, porque a veces no se puede tener nada para dedicarlo al amor que no sean los ojos.
    Por supuesto, lloraba un poco al pensar que tú no podrías estar conmigo y también sufrir tanto, ¡ay!, y tener esa compasión, ese horrible amor que yo sentía, sucio, vertebrado, imposible, con sudor.
    Después de que nos poseímos, habló mucho, los ojos puestos en el techo del cuarto, frente a las tum­bas. No quiso cobrarme nada, porque dijo, estaba embarazada.



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