viernes, 20 de junio de 2014

Poetas invisibles de América Latina

Raúl Gómez Jattin
Poetas invisibles de Latinoamérica

La poesía en castellano al oeste del Atlántico es relativamente conocida en España.

Repasamos algunos poetas a tener en cuenta


Bogotá 16 ENE 2013 - 08:51 CET


Ilustración de la portada de 'Cuerpo plural. Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea'.
Gracias a los premios y a la labor de algunas editoriales españolas, entre las que se destacan Visor, Renacimiento y Pre-Textos, la poesía escrita en castellano en la orilla occidental del océano Atlántico es más o menos conocida en España. Los principales nombres del canon actual, por lo menos, son familiares en la república poética. Es difícil que la poesía supere esos límites de difusión. Incluso la gente de la literatura, de la academia y de la prensa cultural se mueve con más familiaridad con los nombres de los narradores y hasta de los ensayistas que en el iniciático mundo de los poetas. Pero, hoy por hoy, poetas como Nicanor Parra (1914), Álvaro Mutis (1923), Fina García Marruz (1923), Ernesto Cardenal (1925), Tomás Segovia (1927-2011), Rafael Cadenas (1930), Juan Gelman (1930) y José Emilio Pacheco (1939), son conocidos gracias al Premio Reina Sofía, al Premio Cervantes y al Premio FIL de literatura.
Los que hay más allá es pura niebla. Nombres familiares en cada país e ignorados en el resto del vecindario, poetas secretos, de culto, individuos de todas las edades que, no obstante su valor, apenas son mencionados. A Fina García Marruz, por ejemplo, la saca del anonimato el Premio Reina Sofía; pero su esposo, otro grande poeta, Cintio Vitier (1921), permanece a la sombra. Y, sin salirme de Cuba, todavía más secreto es el simpar Rafael Alcides Pérez (1933). Entre la generación de los nacidos en el tercer decenio del siglo XX están las uruguayas Ida Vitale (1923) e Idea Vilariño (1920-2009), los peruanos Jorge Eduardo Eielson (1924-2006), Blanca Varela (1926-2009) y Carlos Germán Belli (1927), los argentinos Perla Rotzait (1920) y Joaquín Giannuzzi (1924-2004) y los mexicanos Eduardo Lizalde (1929), Ramón Xirau (1924) y Rubén Bonifaz Nuño (1923).
Entre los nacidos después de 1930 hay algunos poetas que murieron sin alcanzar el cenit de reconocimiento que tanto merecían y que, ahora, son cada vez más leídos y admirados, como el venezolano Eugenio Montejo (1938-2008) y el colombiano José Manuel Arango (1937-2002). Entre los vivos de esta misma generación destaco, en México, a Gabriel Zaid (1934), de quien sus magistrales ensayos han opacado la excelente obra poética; están también los chilenos Oscar Hahn (1938) y Pedro Lastra (1932) y el colombiano Jaime Jaramillo Escobar (1932).


Eugenio Montejo, en la Residencia de Estudiantes. / GORKA LEJARCEGI
Por obvias razones, conozco más el paisaje colombiano que el de otros países. El mío, ha sido un país autista, mediterráneo, volcado hacia adentro. El más interesante poeta colombiano del siglo XX, Aurelio Arturo (1906), muerto en 1974, es todavía de consumo interno. Algo parecido sucede con el nadaista que comenzó firmando como X-504 y después con su nombre propio –no es mi pariente- Jaime Jaramillo Escobar, un poeta veriscular, de una inusitada fuerza, de un humor único.
Ya las generaciones nacidas en el decenio de 1940 tienen sus propios mártires: los colombianos Raúl Gomez Jattin (1945-1997) y María Mercedes Carranza (1945-2003), los peruanos José Watanabe (1945-2007) y Antonio Cisneros (1942-2012). Y acaso sea en este segmento en donde haya más grandes poetas desconocidos o casi. Pienso, sobretodo en los mexicanos Francisco Hernández (1946), que acaba de ganar el Premio Nacional de Literatura de México, y David Huerta (1949), en el boliviano Eduardo Mitre (1943), en el colombiano Juan Manuel Roca (1945), en los venezolanos Alejandro Oliveros (1948) y Armando Rojas Guardia (1949), en los argentinos Arturo Carrera (1948) y Daniel Samoilovich (1949).
A medida que avanzo en el recorrido se me aparece más reveladora la imagen de que recorro un camino lleno de neblina, donde los nombres son desconocidos y los textos son borrosos. Entre los nacidos en el decenio de 1950 destaco al colombiano Rómulo Bustos (1954), a los chilenos Diego Maquieira (1954) y Raúl Zurita (1950), a los venezolanos Yolanda Pantin (1954) y Gustavo Guerrero (1958) –además de poeta, autor de la más completa antología de poetas hispanoamericanos nacidos después de 1960, Cuerpo plural-, al argentino Alejandro Bekes (1959), al uruguayo Rafael Courtoisie (1958), a los mexicanos Coral Bracho (1951), Vicente Quirarte (1954), Jorge Esquinca (1957), José Luis Rivas (1950) y Fabio Morábito (1955)


El escritor colombiano Álvaro Mutis. /GORKA LEJARCEGI
A medida que avanzo hacia los más jóvenes, desde un principio, el enunciado tiende más a parecerse a una conjetura y la sensación del redactor es que puede estar omitiendo nombre que olvidó o que, simplemente, desconoce. No están todos los que son, pero los que están, son. Después de 1960 nacieron los mexicanos María Baranda (1962), Jorge Fernández Granados (1965), Julio Trujillo (1969), Luis Felipe Fabre (1974) y Hernán Bravo Varela (1979); el costarricense Luis Chaves (1969); los colombianos Ramón Cote (1963), John Galán (1973), Juan Felipe Robledo (1968) y Catalina González (1976); el salvadoreño Jorge Galán (1973), el peruano Eduardo Chirinos (1960), el cubano Antonio José Ponte (1964), los argentinos Edgardo Dobry (1962) y Fabián Casas (1965), los argentino-españoles Andrés Neuman (1977) y Mariano Peyrou (1971); el guatemalteco Alan Mills (1979); los venezolanos Luis Pérez Oramas (1960), Luis Moreno Villamediana (1966), Erika Reginato (1977) y Jorge Vessel (1979); el dominicano Frank Báez (1978)… Imposible abarcar todos los nombres que se insinúan como excelentes poetas y, por eso, este párrafo destaca a algunos y comete involuntarias injusticias.
Enunciada mi –incompleta- lista, la que aparece como primera y mejor conclusión, es la diversidad de voces y de tendencias. Hay de todo. Desde autores de sonetos hasta las más informales formas, con el mérito de que hay versos libres que, no por ser libres, dejan de ser versos. Hay poesía conversacional, narrativa, barroca, surrealista, en fin, un extenso y contradictorio menú. Y, en todos, talento; más visible, más comprobable con la obra consolidada de los mayores. Pienso que una poesía tan personal en todos sus registros, tan poseída de un lirismo hondo y claro a la vez, como la de Francisco Hernández, está en las vísperas de su consagración definitiva y de su más amplia divulgación, al que ha dado impulso un premio recién recibido en México. Y, aunque distinta, mis afirmaciones también caben para referirse a la poesía de David Huerta.
Entre los muy jóvenes no caben juicios tan nítidos como los que pueden hacerse alrededor de Hernández y de Huerta. Son más bien apuestas, intuiciones, acaso reflejos del gusto personal. En todo caso se distingue por su reconocimiento y por las ediciones en varios países –cuatro- de su libro Postales (premio nacional de su país), la voz desenfadada y lírica, imaginativa y lúdica del dominicano Frank Báez.

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