viernes, 2 de mayo de 2014

P.D. James / Manual de instrucciones



P.D. James: su manual de instrucciones

Con noventa años de vida y cincuenta de trayectoria literaria, esta gran dama británica se ha decidido a revelar “Todo lo que sé sobre novela negra” (Ediciones B), obra en la que se incluye este capítulo sobre sus propios inicios y las decisiones que debe afrontar todo escritor de género criminal
Texto: P.D. James

Cuando me puse manos a la obra, a mediados de la década de los cincuenta, con mi primera novela, no se me pasó por la cabeza comenzar con una historia que no fuera de detectives. Las novelas de misterio eran las que más me gustaba leer para relajarme y tenía la sensación de que si lograba escribir una y escribirla bien, habría posibilidades de que alguna editorial la aceptara. No me apetecía escribir una primera novela autobiográfica sobre mi experiencia en traumas infantiles, la guerra o la enfermedad de mi marido, aunque con el tiempo he acabado pensando que la mayoría de la ficción es autobiográfica y parte de lo autobiográfico. Siempre me ha fascinado el aspecto estructural de la novela y la narrativa de misterio presentaba una serie de problemas técnicos relativos, sobre todo, a la construcción de una trama que fuera verosímil y emocionante, en un entor- no que resultara real a los lectores, y con personajes que fueran hombres y mujeres creíbles que afrontan el trauma de una investigación policial por asesinato. Así, el relato detectivesco me pareció un aprendizaje ideal para alguien que se embarcaba en la escritura sin grandes esperanzas de hacer fortuna pero con la ilusión de llegar a convertirme algún día en una novelista buena y seria.
Una de las primeras decisiones fue, como es natural, la elección del detective. Si ahora me viera en esa situación, probablemente escogería a una mujer, pero en aquella época no era una opción ya que no había mujeres ejerciendo como detectives. La principal elección, por tanto, consistía en decidir si el detective era un profesional o un aficionado del sexo que fuera y, como mi objetivo era lograr el máximo realismo, me decanté por la primera opción y Adam Dalgliesh, llamado así por el profesor de inglés que tuve en la Cambridge High School, se instaló en mi imaginación.
Yo había aprendido la lección de Dorothy L. Sayers y Agatha Christie, que comenzaron con detectives excéntricos y acabaron sufriendo un gran desengaño. Así que decidí empezar con un personaje menos descaradamente peculiar y matar sin ninguna piedad a su esposa y a su hijo recién nacido para evitar implicarme en su vida sentimental, pues me parecía difícil incorporar ese aspecto con acierto en la estructura del relato clásico detectivesco. Lo doté de las características que me admiran en cualquier persona, sea hombre o mujer: inteligencia, valentía —no insensatez—, sensibilidad —no sensiblería—, y discreción. Me daba la impresión de que eso me permitiría crear un policía profesional creíble y con posibilidades de evolucionar en caso de que esa novela se convirtiera en la primera de una serie. Una serie de misterio tiene, por supuesto, ventajas concretas en lo que respecta al detective; un personaje definido que no hace falta presentar a los lectores al comienzo de cada novela, una trayectoria fructuosa resolviendo crímenes que puede aportar seriedad, una historia y unos antecedentes familiares establecidos y, sobre todo, la identificación y la lealtad del lector. Es muy común que las novelas nuevas muestren el nombre del detective en la cubierta junto al del autor y al título, de forma que los futuros lectores tengan la certeza de que allí se reencontrarán con un viejo amigo.
¿Y qué pasa con los demás personajes, sobre todo con la víctima y los desafortunados sospechosos? Deberían ser algo más que arquetipos colocados ahí por necesidad, pero en la Edad Dorada rara vez resultaban interesantes por sí solos; a la víctima no se le pedía nada, salvo que fuera una persona indeseable, peligrosa o desagradable cuya muerte no causaba sufrimiento a nadie. Y en efecto, no resulta fácil crear compasión hacia la víctima, ya que necesariamente ésta ha provocado un odio asesino por razones diversas en un pequeño grupo de personas y, por lo general, una vez muerta, puede trasladársela al depósito de cadáveres tranquilamente sin concederle siquiera la gracia de una autopsia. Ya ha cumplido su función y se la puede dejar al margen. Pero si eso no nos importa, o aunque de hecho nos identifiquemos en cierto modo con la víctima, lo que desde luego apenas nos afecta es que viva o muera. La víctima es el catalizador del núcleo de la novela y muere por ser quien es, por ser lo que es y estar donde está, y por el poder destructivo que ejerce, de forma explícita o subrepticia, sobre la vida de al menos un enemigo desesperado. Su voz puede permanecer acallada la mayor parte de la novela, su testimonio puede darse a conocer mediante la voz de otros, a través de los restos que ha dejado en sus aposentos, sus cajones y armarios, o por medio del bisturí del médico forense, pero para el lector, al menos en su pensamiento, debe estar plenamente viva. El asesinato es el único crimen, y la investigación quebranta la privacidad tanto de los vivos como de los muertos. Es ese estudio de los seres humanos sometidos al estrés de una investigación que los desnuda lo que constituye para el escritor uno de los mayores atractivos del género.




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