domingo, 6 de octubre de 2013

James Salter / Historias sobre la fugacidad


James Salter, 1999
Fotografia de John Foley


Historias sobre la fugacidad

JOSÉ MARÍA GUELBENZU 13 ENE 2007



El paso del tiempo, las oportunidades fallidas y sus demoledores efectos sobre el amor aparecen como los hilos conductores de este libro de relatos que el estadounidense James Salter escribió con una asombrosa sencillez y una gran sabiduría. Se trata de cuentos donde los personajes suelen ser gente que se halla desorientada y que, en un momento determinado, se interroga sobre el sentido de su vida.

LA ÚLTIMA NOCHE

James Salter
Traducción de Luis Murillo Fort
Salamandra. Barcelona, 2006
160 páginas. 11,90 euros
Casi dos decenios han transcurrido desde que James Salter ofreciera al lector un nuevo libro. En España lo hemos conocido tan sólo en los últimos años, de la mano de la casa editorial El Aleph, y su recepción ha estado claramente por debajo de su innegable calidad. Vamos a confiar en que este libro de relatos haga de gancho otra vez y nos introduzca en la escritura de un tipo aparentemente discreto y literariamente imbatible. Salter es un relator de los asuntos de la gente media norteamericana, pero su capacidad de trasmutarlos en literatura lo levanta por encima de tantos buenos profesionales que se ocupan del lado oscuro del sueño americano. La calidad de trazo psicológico de sus personajes y el modo de perfilar honestamente un conflicto dramático se manifiesta con fuerza en una novela como Años luz -y ésa es una de sus bazas como escritor-, pero hasta ahora no había conseguido llegar al grado de depuración que muestra en este libro de relatos.
Hay escritores a los que uno lee como si cabalgara un fogoso caballo y los hay que, disponiendo de semejante intensidad, prefieren la serenidad que transmite sabiduría. Es el caso de Salter en La última noche. Los suyos son cuentos que aparecen ante el lector no como entidades formidables, sino como esa ráfaga de viento que transforma un paisaje a los ojos del que mira y después desaparece dejándolo con la sensación de que ha sucedido algo que afecta a su vida y, por lo tanto, es memorable. Son cuentos de gente más bien perdida, emocionalmente perdida e instalada en la madurez; hombres y mujeres de clase media o media alta, tocados por la vida, solos, divorciados, en pareja... que se preguntan repentinamente por el sentido de su vida. En ellos concurren varios asuntos; el más importante de todos es la fugacidad; o quizá no sea el más importante sino el más común a todas las historias.
Un segundo asunto de igual importancia, digamos que complementario, es la imagen del tiempo perdido, no porque se haya perdido por sí mismo, sino porque representa la oportunidad fallida, la elección que no debió de ser, incluso la lealtad mal entendida, que se contempla desde el presente. Y lo que remata y cierra el círculo es el desamor; el desamor -en sus múltiples facetas- como resultado de una elección; la pérdida concebida como algo que ha sucedido, pero que no ha sido enfrentado. Y, naturalmente, el problema del tiempo nos sumerge en lo inasumible de la pérdida.
Salter tiene muy buen cuidado de no abandonarse a la nostalgia y consigue librarse de ese lastre por su admirable tratamiento de la fugacidad. La fugacidad se concibe como una forma de realidad y nada más (y nada menos), no como la sola emotiva representación de una pérdida, lo cual ayuda a elevar la temperatura dramática de los relatos de manera convincente.
El estilo de Salter en estos cuentos se apoya, sobre todo, en el valor, la relevancia que concede a lo aparentemente irrelevante. Su método es el de reunir en un mismo tronco varias ramas que no tienen una relación evidente entre sí sino tan sólo un denominador común (suele ser un personaje) que poco a poco va descubriendo que todas nacen del mismo árbol. También utiliza desplazamientos de tiempo dentro de una misma historia para lograr una expresividad mayor y una permanente llamada de atención al lector para que no pierda en ningún momento el valor de lo sugerente, de lo sugerido. En verdad, los relatos semejan, tanto en su consecución como en su tono y en su aparente ligereza, en su también aparente nimiedad, una acuarela, una de esas maravillosas acuarelas cuya pericia en la pincelada fija la imaginación del observador y lo embarca en un fascinante viaje hacia el conocimiento.
Entre todos los cuentos de un conjunto soberbio, destaca el que da título al libro, un relato que linda la genialidad y que es, además, un relato de nuestro tiempo, es decir, un relato que sólo puede contarse así porque es un exacto hijo de su tiempo, de las convenciones, el modo de ser y de entender la vida, el dolor y la extenuación que se corresponde con este tiempo que nos ha tocado vivir, lo que lo convierte en un relato auténticamente original. Pero lo mejor del libro es su unidad, su transparencia y -como sucede con todo lo que es verdaderamente transparente- la impecable y arrebatadora sencillez con que se nutre de la última verdad de la literatura: esa manera de contar cuya esencia es lo misterioso de la realidad.

EL PAÍS


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