miércoles, 11 de septiembre de 2013

Tom Junod / Richard Drew / El hombre que cae

Nueva York, 11 de septiembre de 2011
Fotografía de Richard Drew

Tom Junod
EL HOMBRE QUE CAE

Traducción de Flavia López de Romaña

La fotografía dio la vuelta al mundo el 12 de setiembre de 2001: un hombre que cae desde una de las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York. Es un acto de suicidio desesperado, pero también un acto de liberación. La historia del viaje de ese cuerpo en el vacío es un drama sobre las cicatrices del 11/9.

En la fotografía, él parte de esta tierra como una flecha. Aunque no ha escogido su destino, parece como si en los últimos instantes de su vida se hubiera abrazado a él. Si no estuviese cayendo, bien podría estar volando. Parece relajado, precipitándose por los aires. Parece cómodo en garras del inimaginable movimiento. No parece intimidado por la succión divina de la gravedad o por lo que le espera más abajo. Sus brazos están a los costados, sólo ligeramente abiertos. Su pierna izquierda está doblada en la rodilla, casi de manera casual. Su camisa blanca –o casaquilla o sotana– se ondula libremente fuera de sus pantalones negros. Todavía tiene sus zapatillas de bota alta en sus pies. En todas las demás fotografías, la gente que hizo lo mismo que él –es decir, saltar– resulta insignificante ante el telón de fondo de las torres, que asoman como colosos, y ante los sucesos propiamente dichos. Algunos están sin camisa. Sus zapatos salen volando mientras ellos se agitan y caen. Parecen confundidos, como si estuvieran tratando de nadar por el costado de una montaña, colina abajo.

El hombre de la fotografía, en cambio, está en perfecta posición vertical, y también lo está de acuerdo con las líneas de los edificios detrás de él. Él los separa, los divide en dos. Todo lo que queda a la izquierda de la foto es la Torre Norte del World Trade Center. Todo lo que está a la derecha es la Torre Sur. Aunque no es consciente del balance geométrico que ha logrado, él es el elemento esencial en la creación de una nueva bandera, un estandarte compuesto sólo por barras de acero que brillan al sol. Algunas personas que miran la foto ven en ella estoicismo, fuerza de voluntad, un retrato de la resignación. Otras ven algo más, algo discordante y, por lo tanto, terrible: libertad. Hay algo casi subversivo en la posición del hombre, como si una vez frente a lo inevitable de la muerte hubiera decidido seguirle el paso. Como si él fuera un misil, una lanza, decidido a alcanzar su propio fin.

Quince minutos después de las 9:41 a.m. EST[1], en el momento en que se tomó la foto, él está, en términos de física pura, acelerando a una velocidad de novecientos ochenta centímetros por segundo elevado al cuadrado. Pronto estará viajando por encima de los doscientos cuarenta kilómetros por hora, y aparece de cabeza. En la foto está congelado. En su vida fuera del encuadre está cayendo y seguirá cayendo hasta desaparecer. El fotógrafo no es ajeno a la historia. Él sabe que se trata de algo que sucederá después. En el momento real en que la historia se va creando lo hace en medio del terror y la confusión, de modo que depende de gente como él, testigo pagado, tener la serenidad de asistir a su creación. Este fotógrafo posee esa serenidad y la tuvo siempre, desde que era joven. A los veintiún años estuvo parado justo detrás de Bobby Kennedy en el momento en que le dispararon en la cabeza. Su casaca se manchó con la sangre de Kennedy, pero él saltó sobre una mesa y tomó fotos de los ojos abiertos y abatidos de Kennedy, y luego de Ethel Kennedy agachándose sobre su marido y rogando a los fotógrafos –rogándole a él– que no tomaran fotos.

Richard Drew nunca ha hecho algo así. Aunque ha conservado su casaca manchada con la sangre de Kennedy, nunca ha dejado de tomar una fotografía, nunca ha desviado su mirada. Trabaja para la agencia de noticias Associated Press. Es periodista. No depende de él rechazar las imágenes que aparecen dentro de su encuadre porque uno nunca sabe cuándo se hace la historia hasta que uno la hace. Ni siquiera depende de él distinguir si un cuerpo está vivo o muerto, porque la cámara no se ocupa de tales distinciones y su negocio es fotografiar cuerpos, como todos los fotógrafos. De hecho, él estaba fotografiando cuerpos aquella mañana del 11 de setiembre de 2001. Por encargo de AP, Drew fotografiaba un desfile de modas de ropa de maternidad en Bryant Park, notable, según él, «porque desfilaban modelos realmente embarazadas». Tenía cincuenta y cuatro años. Usaba anteojos. Era de escasa cabellera, barba canosa y cabeza dura.

Durante toda una vida de tomar fotografías, Drew ha encontrado la manera de ser una persona de modales suaves y bruscos al mismo tiempo, paciente y muy, muy rápido. Ese día estaba haciendo lo que siempre hace en los desfiles de modas, delimitando su territorio, cuando un camarógrafo de la CNN con un audífono en el oído dijo que un avión se había estrellado contra la Torre Norte y el editor de Drew llamó a su celular. Él empacó su equipo en un bolso y se las ingenió para tomar el metro hacia el centro de la ciudad. Aunque todavía estaba en funcionamiento, Drew fue el único que lo utilizó. Se bajó en la estación Chambers Street y vio que ambas torres se habían convertido en chimeneas. Caminó hacia el oeste, donde las ambulancias se estaban reuniendo, porque los enfermeros «no suelen echarnos del lugar de los hechos». Luego escuchó los gritos ahogados de la gente. La gente en tierra lanzaba gritos ahogados porque algunas personas estaban saltando del edificio.

Empezó a tomar fotografías con su lente de doscientos milímetros. Estaba parado entre un policía y un asistente de emergencias, y siempre que uno de ellos gritaba «Allí viene otro», su cámara encontraba el cuerpo cayendo y lo seguía hacia abajo durante una secuencia de unas nueve a doce fotografías. Fotografió entre diez y quince de estas personas antes de escuchar el estruendo en la Torre Sur y presenciar su colapso a través de la exclusividad de su lente. Se vio atrapado en una ruina móvil, pero cogió una máscara de una ambulancia y fotografió la parte más alta de la Torre Norte mientras «explotaba como un hongo» y llovían escombros. Entonces descubrió que sí existe aquello de estar demasiado cerca y decidió que había completado sus obligaciones profesionales. Richard Drew se unió a la horda de cenicienta humanidad rumbo al norte y caminó hasta llegar a su oficina en Rockefeller Center.

No había terror ni confusión en la agencia Associated Press. En vez de eso se impuso la sensación de estar fabricando la historia. Aunque la oficina estaba tan abarrotada de gente como él la había visto siempre, también podía sentirse «la maravillosa calma que entra en juego cuando la gente realmente está inmersa en su trabajo». De modo que Drew hizo lo siguiente: insertó el disco de su cámara digital en su laptop y reconoció al instante lo que sólo su cámara había visto, algo icónico en el prolongado aniquilamiento de un hombre que cae. No tuvo que ver ninguna otra fotografía de la secuencia: no era necesario. «En la edición de fotos aprendes a buscar el encuadre», explica. «Tienes que reconocerlo. Esa foto saltaba de la pantalla sencillamente por su verticalidad y simetría. Tenía sencillamente esa apariencia». Envió la imagen al servidor de AP. A la mañana siguiente apareció en la página siete de The New York Times. Se publicó en cientos de periódicos en todo el país, en todo el mundo. El hombre dentro del encuadre, el hombre que cae, no estaba identificado.


* * *

Ellos empezaron a saltar poco después de que el primer avión se estrellara contra la Torre Norte, poco después de que empezara el incendio. Siguieron saltando hasta que la torre se derrumbó. Saltaban por las ventanas que ya estaban rotas y luego, más tarde, por las ventanas que ellos mismos rompían. Saltaban para escapar del humo y del fuego. Saltaban cuando los techos caían y los suelos colapsaban. Saltaban sólo para respirar una vez más antes de morir. Saltaban continuamente de los cuatro costados del edificio y de todos los pisos que estaban por encima y alrededor de la herida fatal del edificio. Saltaban de las oficinas de Marsh & McLennan, la compañía de seguros. De las oficinas de Cantor Fitzgerald, la compañía comercializadora de bonos. De Las Ventanas Sobre el Mundo, el restaurante ubicado en los pisos ciento seis y ciento siete, la cima. Durante más de una hora y media, las personas que se lanzaban fueron un torrente que manaba del edificio. Una después de otra, consecutivamente más que en masa, como si cada individuo necesitara ver a otro individuo saltando antes de reunir el coraje para saltar él mismo.

Una fotografía, tomada a la distancia, muestra a la gente saltando en una secuencia perfecta, como paracaidistas, formando un arco compuesto de tres personas cayendo en picada y distanciadas por el mismo espacio. De hecho, hubo historias sobre algunos que intentaron hacer paracaidismo antes de que la fuerza generada por su caída arrancara de sus manos las cortinas, los manteles, las telas desesperadamente unidas. Todos estaban obviamente vivos en su camino hacia abajo, y su camino hacia abajo duraba cerca de diez segundos. Todos estaban no sólo obviamente muertos a la hora de tocar el suelo, sino destrozados en cuerpo –aunque recemos para que no lo estuvieran en alma. Uno cayó sobre un bombero y lo mató. El cuerpo del bombero fue ungido por el sacerdote Mychal Judge, cuya propia muerte, tiempo después, fue tomada como ejemplo de martirio luego de que la foto –el cuadro redentor– de los bomberos cargando su cuerpo en medio de los escombros diera la vuelta al mundo.

Desde el principio, el espectáculo de la gente destinada a saltar desde los pisos más altos del World Trade Center se resistió a convertirse en un acto de redención. Esas personas fueron llamadas saltadores o los saltadores, como si representaran una nueva clase. La difícil prueba que cientos soportaron en el edificio y luego en el aire se convirtió también en una prueba para las miles de personas que los miraban desde el suelo. Nadie pudo acostumbrarse jamás: nadie que haya visto esas escenas habría querido verlas de nuevo, aunque muchos –por cierto– hayan vuelto a verlas. Cada saltador, sin importar cuántos hubiera, traía consigo horror fresco, provocaba pánico, era una prueba para el espíritu, asestaba un golpe definitivo. De cualquier forma, aquellas caídas a través del espacio eran espeluznantemente silenciosas. Los que gritaban eran aquellos que estaban en tierra.

Fue el panorama de los saltadores el que instó al alcalde Rudy Giuliani a decirle a su jefe policial: «Ahora estamos en aguas desconocidas». Fue el panorama de los saltadores el que instó a una mujer a gemir: «¡Dios, salva sus almas! ¡Están saltando! ¡Oh, por favor, Dios, salva sus almas!». Y fue, por último, el panorama de los saltadores el que proporcionó la medida correctiva para esos que insistían en decir que aquello que estaban presenciando era «como una película», pues era un final tan inimaginable como insoportable. Eran estadounidenses respondiendo al peor ataque terrorista de la historia del mundo con actos de heroísmo, con actos de sacrificio, con actos de generosidad, con actos de martirio y, por una terrible necesidad, con un prolongado acto (si estas palabras pueden ser aplicadas a un asesinato masivo) de un suicidio en masa.

La mayoría de periódicos estadounidenses publicó la fotografía que Richard Drew tomó del hombre que cae una sola vez. Diarios de todo el país, desde el Fort Worth Star-Telegram hasta el Memphis Commercial Appeal y The Denver Post, fueron forzados a defenderse contra los cargos que se les imputaba por explotar la muerte de un hombre, quitarle su dignidad, invadir su privacidad y convertir la tragedia en una pornografía de miradas lascivas. La mayoría de cartas de quejas señalaba lo obvio: alguna persona que viera la imagen podría saber de quién se trataba. Aun así, la fotografía de Drew se convirtió de inmediato en algo icónico y prohibido: el sujeto que caía no fue reconocido.

Un editor del Toronto Globe and Mail envió a un reportero llamado Peter Cheney a resolver el misterio. Al principio, Cheney se sintió abatido ante su tarea. Después de todo, la ciudad completa estaba empapelada con volantes mostrando los rostros de los desaparecidos, de los perdidos y de los muertos. Luego se afanó y envió la fotografía digital a una tienda que la hizo más clara y la mejoró. En ese momento empezó a surgir la información: él pensaba que era probable que no se tratara de un hombre negro, sino de una persona de piel oscura, posiblemente alguien de origen latino. Tenía una chiva. Y la camisa blanca que salía de sus pantalones negros no era una camisa, sino que parecía una especie de túnica, el tipo de casaquillas que usan los empleados de los restaurantes.

En una nación de voyeuristas, el deseo de enfrentar los aspectos más perturbadores de nuestro día más perturbador fue adscrito de alguna manera al voyeurismo, como si la experiencia de los saltadores fuera, en vez de la parte central del horror, algo tangencial, un espectáculo secundario que debería ser olvidado. Y no fue un espectáculo secundario. Los cálculos más respetados de gente que saltó hacia la muerte fueron preparados por The New York Times y USA Today. Ambas cifras difieren drásticamente. El Times, reconocidamente conservador, decidió contar sólo lo que sus reporteros vieron en las imágenes que recolectaron, y obtuvo la cifra de cincuenta personas. El USA Today, cuyos editores utilizaron historias de testigos y evidencia forense, además de lo que encontraron en video, llegó a la conclusión de que al menos doscientas personas murieron al saltar.

Ambos cálculos de pérdidas humanas son intolerables, pero si el número suministrado por USA Today es acertado, entonces entre el siete y ocho por ciento de aquellos que murieron en Nueva York el 11 de setiembre murieron saltando de los edificios. Esto significa que si consideramos sólo la Torre Norte, de donde proviene la vasta mayoría de saltadores, es probable que el promedio sea una de cada seis personas. Sin embargo, si llamamos al Medical Examiner’s Office de Nueva York para obtener sus propias cifras, no recibiremos una respuesta sino una admonición: «No nos gusta decir que saltaron. Ellos no saltaron. Nadie saltó. Fueron forzados hacia el exterior». Y si buscamos a través de Google con las palabras «¿Cuántos saltaron el 11/9?», caeremos en una especie de trampa, «Fuera. No hay saltadores aquí», en la que la carnada es la necesidad que tiene uno de saber: «Tengo al menos tres entradas en mi computadora que me muestran si alguien está investigando en Google cuántas personas saltaron del World Trade Center. Mi correo del 11 de setiembre hizo mención a ese terrible acontecimiento (sic), de modo que ahora cualquier pervertido que esté buscando eso recibirá el URL de mi página web. Estoy enojado. Lo intenté, pero no puedo encontrar ninguna razón para que alguien quisiera saber algo como eso. Lo que sea. Si es por eso que estás aquí, te fregaste. Ahora lárgate».

Eric Fischl no se largó. Tampoco se dio la vuelta ni desvió sus ojos hacia otro lado. Un año antes del 11 de setiembre había tomado fotografías de una modelo haciéndola rodar por el suelo en un estudio. Pensaba utilizar las imágenes como base para una escultura. Luego había perdido a un amigo que quedó atrapado en el piso 106 de la Torre Norte. Y ahora, mientras trabajaba en su escultura, buscaba la manera de expresar los puntos extremos de sus sentimientos con un monumento a lo que él llama «los puntos extremos de elección» que tuvieron que afrontar las personas que saltaron. Trabajó nueve meses en una escultura de bronce más-grande-que-la-vida a la que llamó Tumbling Woman[5], y al transformar a una mujer rodando por el piso en una mujer que rueda a través de la eternidad, logró transfigurar el horror local de los saltadores en algo universal. Logró redimir una imagen considerada irredimible.

Es posible que Tumbling Woman haya sido la imagen redentora del 11/9. Sin embargo, no sólo generó resistencia, sino que fue rechazada. El día en que se exhibió en el Rockefeller Center de Nueva York, Andrea Peyser, del New York Post, la denunció en una columna titulada «Vergonzoso ataque del arte», en la que argüía que Fischl no tenía ningún derecho a sorprender a los neoyorquinos con la destilación de sus tristezas. Argumentaba, en esencia, el derecho a mirar hacia otro lado. Ya que fue basada en una modelo que rodaba por el suelo, la estatua fue tratada como una evocación del impacto, un retrato de violencia literal más que figurativa. «Estaba intentando decir algo sobre lo que todos sentimos», explica Fischl, «pero la gente pensó que yo buscaba quitarles algo que sólo ellos poseían. La gente pensó que yo estaba intentando decir algo sobre las personas que sólo ellos han perdido». Esa imagen no es mi padre. Usted ni siquiera conoce a mi padre. ¿Cómo se atreve a tratar de decirme lo que siento por mi padre? Fischl tuvo que pedir disculpas. «Sentí vergüenza de haber contribuido a intensificar el dolor de alguien». Pero nada importó. Jerry Speyer, un miembro del directorio del Museo de Arte Moderno que dirige el Rockefeller Center, puso fin a la exposición de Tumbling Woman después de una semana. «Le rogué que no lo hiciera», cuenta Fischl. «Yo pensaba que si podíamos mantener la exhibición, emergerían otras voces y saldríamos airosos. Él me dijo: “No lo entiendes. Estoy recibiendo amenazas de bombas”. Le respondí: “La gente que ha perdido a sus seres queridos por el terrorismo no va a bombardear a nadie”. Pero él replicó: “No puedo correr el riesgo”». Y ahí quedó todo.



* * *

Las fotografías mienten. Incluso las grandes fotografías. Sobre todo las grandes fotografías. El hombre que cae en la imagen de Richard Drew cayó como lo sugería la foto sólo durante una fracción de segundo. Luego siguió cayendo. La fotografía funcionó como un estudio de la verticalidad perdida, una fantasía de líneas rectas con una figura humana que se astillaba en el centro como una púa. Sin embargo, el hombre que cae cayó en realidad sin la precisión de una flecha ni la gracia de un clavadista olímpico. Cayó como el resto, como todos los demás saltadores: tratando de aferrarse a la vida que estaban dejando. Es decir, cayó de forma desesperada, sin elegancia alguna. En la famosa fotografía de Drew, su humanidad concuerda con las líneas de los edificios. En el resto de la secuencia, otras once tomas, su humanidad es una cosa aparte. El hombre no está engrandecido por la estética. Es simplemente un ser humano, y esa humanidad, asustada y en algunos casos en posición horizontal, destruye cualquier otra cosa de ese encuadre.

En la secuencia completa de las fotos, la verdad está subordinada a los hechos que emergen despacio, sin piedad, cuadro por cuadro. En esa secuencia, el hombre que cae muestra su rostro a la cámara en dos cuadros anteriores al que fue publicado, y después de eso hay un develamiento, casi un descascaramiento, como si la fuerza generada por la caída le desgarrase de la espalda su casaquilla blanca. Los hechos que aparecen en la secuencia completa sugieren que Peter Cheney, el reportero del Toronto Globe and Mail, tenía razón en algunos aspectos relacionados con sus esfuerzos por resolver el misterio presentado por la foto publicada de Drew.

El hombre que cae tiene la piel oscura y una chiva. Probablemente se trata de un empleado del servicio de comidas. Parece desgarbado, con la largura y delgadez de su rostro, a manera de un Cristo medieval, posiblemente acentuadas por el empuje del viento y la fuerza de la gravedad. Pero setenta y nueve personas murieron la mañana del 11 de setiembre cuando fueron a trabajar a Las Ventanas Sobre el Mundo. Otras veintiuna murieron mientras trabajaban en Forte Food, un servicio de catering que servía comida a los negociantes de Cantor Fitzgerald. Muchos de los muertos eran latinos y hombres negros de piel ligeramente clara, hindúes o árabes. Muchos tenían pelo oscuro y corto. Muchos tenían bigotes y chivas.

De hecho, a cualquiera que intente imaginar la identidad del hombre que cae, las pocas características que pueden discernirse de las series originales de fotos le generan tantas posibilidades como las que excluyen. Existe, sin embargo, un hecho decisivo. Quienquiera que sea el hombre que cae llevaba una camiseta de color naranja brillante debajo de su camisa blanca. Es ese hecho indiscutible el que revela la fuerza brutal de la caída. Nadie puede saber si la túnica o la camisa, abierta por la parte posterior, está saliéndose de su cuerpo por la fuerza, o si la caída sencillamente está desgarrando la tela y haciéndola pedazos. Pero cualquiera puede notar que lleva una camiseta naranja. Si vieran estas fotografías, los miembros de su familia podrían comprobar que llevaba una camiseta naranja. Podrían recordar incluso si tenía una camiseta naranja, si era el tipo de persona que usaría una camiseta naranja o si usaba una aquella mañana. Seguramente lo sabrían. De seguro alguien podría recordar qué llevaba puesto cuando fue a trabajar esa última mañana de su vida.

Pero ahora el hombre que cae está cayendo a través de algo más que el puro cielo azul. Está cayendo a través de los vastos espacios de la memoria y está cogiendo velocidad. Neil Levin, director ejecutivo del Port Authority de Nueva York y Nueva Jersey, desayunó en Las Ventanas Sobre el Mundo de la Torre Norte del World Trade Center la mañana del 11 de setiembre. Nunca volvió a su casa. Su esposa, Christie Ferer, no habla de nada relacionado con su muerte. Ella trabaja para el intendente de Nueva York como enlace entre las oficinas del municipio y las familias del 11/9. Y ha volcado en su trabajo toda la energía provocada por un dolor que, antes del primer aniversario del ataque, la hizo visitar a ejecutivos de televisión para pedir que en las emisiones conmemorativas no fuesen a utilizar las escenas más perturbadoras, incluyendo las de los saltadores. También es amiga cercana de Eric Fischl, tal como lo era su marido, de modo que cuando el artista se lo pidió, ella consintió echar un vistazo a la escultura Tumbling Woman. Según sus palabras, la escultura le «revolvió las entrañas», pero sintió que Fischl tenía el derecho de crearla y exhibirla.

Ahora Christie Ferer ha llegado a la conclusión de que la controversia podría haber sido cuestión de tiempo. Quizá fuese demasiado temprano para mostrar algo como aquello. Después de todo, antes de que su esposo muriera, ella había viajado con él a Auschwitz, donde se exhiben rumas de anteojos confiscados y de dientes extraídos en los campos de concentración nazi. «Hoy se pueden mostrar esas cosas –dice– porque aquello ocurrió hace mucho tiempo. Por entonces no hubieran podido mostrar algo así». Sin embargo, sí lo hicieron. Al menos en formato fotográfico, las imágenes de los campos de la muerte en Europa fueron tratadas como actos esenciales de atestiguamiento, sin una consideración especial a las sensibilidades de las personas que aparecían en ellas o de las familias sobrevivientes de los muertos. Fueron mostradas como las fotografías de Richard Drew del recién asesinado Robert Kennedy. Como las fotografías de Ethel Kennedy rogando a los fotógrafos que no tomaran fotos.

Fueron mostradas también como las fotografías de la niña vietnamita corriendo desnuda después del ataque con napalm. Como las fotos del sacerdote Mychal Judge, gráfica e inconfundiblemente muerto, y aceptadas como una suerte de testamento. Fueron mostradas como todo lo que es mostrado, porque al igual que la lente de una cámara, la Historia es una fuerza que no discrimina a nadie. Lo que distingue a las imágenes de los saltadores de las otras que se tomaron antes es que a nosotros –los estadounidenses– se nos pide discriminar en nombre de ellos. Lo que distingue a estas fotos en términos históricos es que nosotros –como patriotas de este país– nos hemos puesto de acuerdo para no mirar dichas imágenes. Docenas, veintenas, quizá cientos de personas murieron saltando de un edificio en llamas, y nosotros hemos asumido sus muertes como indignas de tener testigos.


* * *

Catherine Hernández nunca vio la fotografía que el reportero llevaba bajo el brazo en el funeral de su padre. Tampoco lo hizo su madre, Eulogia. Su hermana Jacqueline sí lo hizo, y su indignación aseguró que el reportero tuviera que marcharse –quizá fue expulsado– antes de causar más daño. Pero la imagen ha seguido a Catherine y a Eulogia y al resto de la familia Hernández. Para Norberto Hernández no había nada más importante que la familia. Su lema era: «Juntos para siempre». Pero los Hernández ya no están juntos. La fotografía los separó. Aquellas personas que supieron desde el principio que la imagen no correspondía a Norberto –su esposa y sus hijas– se han alejado de otras que contemplaron la posibilidad de que se tratara de él, para beneficio del cuaderno de notas de un reportero. Cuando Norberto vivía, toda su familia, más allá de su esposa y sus hijas, vivía en el mismo vecindario de Queens. Ahora Eulogia y sus hijas se han mudado a una casa en Long Island porque Tatiana, que tiene dieciséis años y se parece a Norberto (cara ancha, cejas oscuras, labios gruesos y oscuros, ligeramente sonrientes), sigue teniendo visiones de su padre en la casa y escuchando en un susurro las insinuaciones de que murió saltando desde una ventana.

–Él no pudo haber muerto saltando desde una ventana.

En todo el mundo, la gente que leyó la historia de Peter Cheney cree que Norberto Hernández murió saltando desde una ventana. La gente ha escrito poemas sobre Norberto saltando desde una ventana. La gente ha llamado a los Hernández y les ha ofrecido dinero, ya sea como caridad o como el pago por una entrevista, porque leyó sobre Norberto saltando desde una ventana. Pero él no pudo haber saltado desde una ventana, eso lo sabe su familia, porque él no hubiera saltado desde una ventana: papi no. «Él estaba intentando volver a casa», comentó Catherine una mañana, en una sala decorada esencialmente con retratos enmarcados de su padre.

–Él estaba tratando de volver a casa con nosotras, y sabía que no lo lograría saltando desde una ventana.

Catherine es una chica encantadora, de piel oscura, ojos marrones, veintidós años, vestida con una camiseta, una sudadera y sandalias. Está sentada en un sofá al lado de su madre, que tiene la piel color caramelo, el pelo cobrizo y jalado hacia atrás, y lleva un vestido de algodón que tiene el color del cielo. Eulogia habla la mitad del tiempo en resuelto inglés, y luego, cuando se frustra con el nivel de las revelaciones, lanza palabras en español disparadas rápidamente al oído de su hija, que traduce: «Mi madre dice que ella sabe que cuando él murió estaba pensando en nosotras. Dice que pudo verlo pensando en nosotras. Sé que suena absurdo, pero ella lo conocía muy bien. Ellos estuvieron juntos desde los quince años». El Norberto Hernández que Eulogia conocía habría soportado cualquier dolor en lugar de saltar desde una ventana. Y cuando murió el Norberto Hernández que ella conocía, sus ojos quedaron fijos en lo que él vio en su corazón: los rostros de su esposa y de sus hijas, y no en la terrible belleza de un cielo vacío.

¿Cuán bien lo conocía, Eulogia? «Yo lo vestía», dice la mujer en inglés, mientras una sonrisa aparece en su rostro al mismo tiempo que una brillante capa de lágrimas. «Todas las mañanas. Recuerdo aquella mañana. Llevaba calzoncillos Old Navy verdes. Tenía medias negras. Tenía un pantalón azul, jeans. Tenía un reloj Casio. Tenía una camisa Old Navy. Azul. A cuadros». ¿Qué usaba cuando ella lo llevó a la estación de metro, como siempre hacía, y lo vio despedirse con la mano mientras desaparecía escaleras abajo? «Él se cambiaba de ropa en el restaurante», dice Catherine, quien trabajaba con su padre en Las Ventanas del Mundo. «Era chef de pastelería, de modo que usaba pantalones blancos o pantalones de chef, usted sabe, blanco y negro a cuadros. Usaba una casaquilla blanca. Debajo tenía que usar una camisa blanca». ¿Y qué tal una camiseta naranja? «No», dice Eulogia. «Mi marido no tenía camisetas naranjas». Hay fotografías. Hay fotografías del hombre que cae mientras caía. ¿Las quieren ver?

Catherine responde que no a nombre de su madre: «Mi madre no debería verlas». Pero luego, cuando sale y se sienta en las gradas del portal delantero, dice: «Por favor, muéstremelas. Apúrese. Antes de que venga mi madre». Cuando mira la secuencia de las doce imágenes deja escapar un llamado ahogado a su madre, pero Eulogia ya está mirando por encima de los hombros de su hija, estirando sus manos hacia las fotografías. Las mira, una después de otra, y luego su rostro queda fijo en una expresión de triunfo y desprecio. «Ése no es mi marido», dice, devolviendo las fotografías. «¿Lo ve? Sólo yo conozco a Norberto». Vuelve a agarrar las fotografías y entonces, después de estudiarlas, sacude su cabeza con un gesto vehemente y definitivo. «El hombre de estas imágenes es un hombre negro». La mujer pide copias de las fotografías para mostrárselas a la gente que cree que Norberto saltó desde una ventana, mientras Catherine sigue sentada en las gradas, con la palma de su mano extendida delante de su corazón.

–Decían que mi padre iría al infierno por haber saltado –dice–. En Internet. Decían que se llevarían a mi padre al infierno, junto con el diablo. No sé lo que hubiera hecho si hubiera sido él. Creo que hubiera sufrido un ataque de nervios. Me hubieran encontrado en alguna institución para enfermos mentales, en algún lugar.

Su madre está de pie en la puerta de enfrente, a punto de entrar en la casa de nuevo. Su rostro ha perdido el beligerante orgullo y se ha convertido otra vez en una máscara de tristeza serena, melancólica.

–Por favor –dice mientras cierra la puerta en una soleada mañana–. Por favor, limpie el nombre de mi marido.
* * *
Un teléfono suena en Connecticut. Contesta una mujer. Un hombre al otro lado de la línea busca identificar una foto que apareció en The New York Times el 12 de setiembre del 2001. «Dígame cómo es la foto», dice ella. Es una foto famosa, responde el hombre, la famosa foto de un hombre que cae. «¿Es la que llaman la zambullida del cisne en rotten.com?», pregunta la mujer. Podría ser, dice el hombre. «Sí, podría tratarse de mi hijo», dice la mujer. Ella perdió a sus dos hijos el 11 de setiembre. Ambos trabajaban para Cantor Fitzgerald, en la oficina de acciones comunes. Trabajaban espalda con espalda. No, dice el hombre en el teléfono, el hombre de la fotografía es probablemente un empleado de un restaurante. Lleva una casaquilla blanca. Está de cabeza. «Entonces no es mi hijo», dice ella. «Mi hijo tenía una camisa negra y pantalones caquis». Ella sabe lo que su hijo llevaba puesto por su voluntad de saber lo que había sucedido con sus hijos aquel día. Por su determinación de buscar y mirar.

Pero no empezó con esa determinación en absoluto. Ella dejó de leer el periódico después del 11 de setiembre, dejó de ver televisión. Hasta que en Año Nuevo cogió una copia de The New York Times y vio, en una recopilación de fin de año, una fotografía de los empleados de Cantor Fitzgerald apiñándose al filo del precipicio formado por un edificio agonizante. De modo que llamó al fotógrafo y le pidió agrandar y aclarar la imagen. Le exigió hacerlo. Y entonces supo, y supo tanto como era posible saber. Sus dos hijos están en la foto. Uno estaba parado en la ventana, casi con descaro. El otro estaba sentado en el interior. Ella no necesita decir lo que pudo haber pasado luego. «A lo que me aferro es a que mis dos hijos estaban juntos», dice mientras unas lágrimas instantáneas hacen que su voz se alce una octava. «Pero a veces me pregunto cuándo lo supieron. Se ven desconcertados, inseguros, están asustados. ¿Pero cuándo lo supieron? ¿Cuándo llegó el momento en que perdieron las esperanzas? Quizá todo haya sucedido muy rápido». El hombre del teléfono no le pregunta si ella piensa que sus hijos saltaron. Él no tiene que poner las cosas en claro y, de todos modos, ella ya le ha dado una respuesta.

Los Hernández consideraban la decisión de saltar como una traición al amor y como esa condenación al infierno de la que acusaban a Norberto. La mujer de Connecticut considera la decisión de saltar como la pérdida de la esperanza, como una carencia con la que nosotros, los seres vivientes, tenemos que vivir. Ella opta por afrontar los hechos buscando, mirando, tratando de saber qué pudo haber sucedido, realizando una pesquisa bajo la forma de un testigo privado. Ella podría haber optado por quedarse con los ojos cerrados. De modo que ahora el hombre del teléfono le hace la pregunta por la cual la llamó en primer lugar: ¿Cree que usted ha tomado la decisión correcta?

–Tomé la única decisión que podía tomar –responde la mujer–. Nunca podría haber elegido no saber.

Catherine Hernández creyó reconocer al hombre que cae apenas vio la serie de fotografías, pero no pronunció su nombre. «Él tenía una hermana que ese día estuvo a su lado –dice–, y él le dijo a su madre que la cuidaría. Jamás la hubiera dejado sola saltando». Ella explica, sin embargo, que el hombre era hindú, de modo que era fácil imaginar que su nombre fuera Sean Singh. Pero Sean era demasiado pequeño para ser el hombre que cae. Estaba completamente rasurado. Trabajaba en Las Ventanas del Mundo en el departamento de audiovisuales, de modo que probablemente estaría usando camisa y corbata en vez de una casaquilla de chef. Ninguno de los otros empleados de Las Ventanas Sobre el Mundo que fueron entrevistados antes pensaba que el hombre que cae pudiera parecerse a Sean Singh en lo más mínimo.

–Además, él tenía una hermana. Él jamás la hubiera dejado sola.

Un gerente de Las Ventanas Sobre el Mundo miró las fotografías una vez y dijo que el hombre que cae era Wilder Gómez. Luego, unos días después, las estudió con mayor detenimiento y cambió de parecer. No era su pelo. No era su ropa. No era su tipo de cuerpo. Lo mismo sucedió con Charlie Mauro. Lo mismo con Junior Jiménez. Junior trabajaba en la cocina y habría llevado puestos pantalones a cuadros. Charlie Mauro trabajaba en el área de suministros y no tenía por qué usar una casaquilla blanca. Además, Charlie era un hombre muy grande. El hombre que cae parece bastante corpulento en la foto publicada de Richard Drew, pero su figura es casi alargada en el resto de la secuencia. Los demás empleados de la cocina, como el propio Norberto Hernández, fueron eliminados considerando su vestimenta. Los mozos de banquetes podrían haber estado vestidos de blanco y negro, pero nadie recuerda a ningún mozo de banquete que se pareciera al hombre que cae.



* * *

Forte Food era la otra compañía que brindaba servicios de comida y que perdió gente el 11 de setiembre de 2001. Pero todos sus empleados hombres trabajaban en la cocina, lo que significa que usaban pantalones a cuadros o blancos. Y nadie hubiera podido usar una camiseta naranja debajo de la casaquilla blanca. Pero alguien que solía trabajar para Forte Food recuerda a un hombre que solía aparecer por allí, llevando comida para los ejecutivos de Cantor. Un hombre negro. Alto, con bigote y una chiva. Usaba una casaquilla de chef, abierta, con una camiseta de color llamativo debajo.

Nadie en Cantor recuerda haber visto a alguien así.

Por supuesto, la única manera de descubrir la identidad del hombre que cae es llamar a las familias de cualquiera que hubiera podido ser el hombre que cae y preguntarles lo que sabían de sus hijos o de sus maridos o de sus padres el último día que estuvieron en esta tierra. Preguntarles si alguno de ellos fue a trabajar con una camiseta naranja. ¿Pero deberían hacerse esas llamadas? ¿Deberían hacerse esas preguntas? ¿Añadirían sólo dolor a la angustia que ya aquejaba a aquellas personas? ¿Serían preguntas consideradas como un insulto a la memoria del muerto, tal como la familia Hernández consideró la imputación de que Norberto Hernández era el hombre que cae? ¿O serían consideradas como un paso hacia algún acto de testigo redentor?

Jonathan Briley trabajaba en Las Ventanas Sobre el Mundo. Algunos de sus colegas, al ver las fotografías de Richard Drew, pensaron que podría tratarse del hombre que cae. Era un hombre de piel ligeramente negra. Medía más de un metro noventa y cinco. Tenía cuarenta y tres años. Tenía bigotes, una chiva y pelo muy corto. Tenía una esposa llamada Hillary. El padre de Jonathan Briley es predicador, un hombre que ha dedicado toda su vida al servicio de Dios. Después del 11 de setiembre, reunió a su familia para pedirle al Señor que le dijera dónde estaba su hijo. Se lo exigió y utilizó estas palabras: «Señor, exijo saber dónde está mi hijo». Durante tres horas seguidas oró con su voz profunda, hasta terminar de gastarse la gracia que había acumulado durante toda una vida con la insistencia de su petición.

Al día siguiente, el FBI lo llamó. Habían encontrado el cuerpo de su hijo. Estaba milagrosamente intacto.

El hijo menor del predicador, Thimothy, fue a identificar a su hermano. Lo reconoció por sus zapatos: un par de zapatillas negras. Thimothy le sacó una y se la llevó a casa y la guardó en el garaje, como una suerte de conmemoración. Thimothy sabía todo sobre el hombre que cae. Era policía en Mount Vernon, Nueva York, y la semana después de que su hermano murió, alguien había dejado un periódico del 12 de setiembre abierto en el vestuario. Vio la fotografía del hombre que cae y, con rabia, se rehusó a volver a mirarla. Pero no pudo botarla. Al contrario, la guardó en la parte inferior de su casillero. Allí, al igual que la zapatilla negra en el garaje, se convirtió en un objeto permanente.

La hermana de Jonathan, Gwendolyn, también sabía acerca del hombre que cae. Ella había visto la fotografía el día en que la publicaron. Ella sabía que Jonathan tenía asma, y en medio del humo y el calor habría hecho cualquier cosa por respirar. Ambos, tanto Thimothy como Gwendolyn, sabían qué usaba casi siempre Jonathan cuando iba a trabajar. Usaba una camisa blanca y pantalones negros, junto con las zapatillas negras. Thimothy también sabía lo que Jonathan solía llevar debajo de su camisa: una camiseta naranja. Jonathan Briley usaba esa camiseta naranja para ir a cualquier sitio. Usaba esa camiseta naranja todo el tiempo. La usaba tan a menudo que Thimothy solía burlarse de su hermano: ¿Cuándo te librarás de esa camiseta naranja, flaco?

Pero cuando Thimothy identificó el cuerpo de su hermano, no pudo reconocer su ropa, a excepción de sus zapatillas negras. Y cuando Jonathan Briley fue a trabajar aquella mañana del 11 de setiembre de 2001, salió de casa temprano y se despidió de su esposa mientras ella todavía dormía. Ella nunca vio la ropa que llevaba puesta. Después de enterarse de que su marido estaba muerto, empacó sus cosas, se libró de ellas y nunca hizo un inventario de los artículos específicos que podrían haber faltado. ¿Será Jonathan Briley el hombre que cae? Podría serlo. Pero quizá no saltó desde la ventana como una traición al amor o porque perdió la esperanza. Quizá saltó para cumplir con los términos de un milagro. Quizá saltó para acercarse a su familia. Quizá no saltó en absoluto, porque nadie puede saltar a los brazos de Dios.

Sí, Jonathan Briley podría ser el hombre que cae. Pero la única certeza que tenemos es la que teníamos al empezar la búsqueda: quince minutos después de las 9:41 a.m. del 11 de setiembre de 2001, un fotógrafo llamado Richard Drew tomó una fotografía de un hombre cayendo a través del cielo, cayendo a través del tiempo y del espacio. La imagen dio la vuelta al mundo y luego desapareció, como si hubiéramos renunciado a ella. Una de las fotografías más famosas de la historia de la humanidad se convirtió en una tumba sin nombre, y el hombre enterrado dentro del encuadre, el hombre que cae, se convirtió en el Soldado Desconocido de una guerra cuyo final no hemos visto todavía. La foto de Richard Drew es todo lo que sabemos de él y, sin embargo, todo lo que sabemos de él se convierte en una medida de lo que sabemos sobre nosotros mismos. La fotografía es su cenotafio y, como todos los monumentos dedicados a la memoria de los soldados desconocidos en todas partes, nos pide que la miremos y hagamos un simple reconocimiento.

Es decir, que hemos sabido todo el tiempo quién es el hombre que cae.


Con la contribución del reportero Andrew Chaikisky. La crónica fue publicada originalmente en la revista Esquire, y Tom Jonud es dueño de los derechos de autor respectivos.

[1] Easter Standard Time [hora oficial del este]. Se trata de una de las ocho zonas horarias continentales de Estados Unidos (nota de la traductora).
[2] Ambas cifras suman en total ciento setenta personas. The New York Times publicó que fueron ciento setenta y uno (nota de los verificadores de datos).
[3] Se refiere a la esposa de O. J. Simpson, una ex estrella de fútbol americano que la asesinó brutalmente en uno de los crímenes más célebres y polémicos en la historia de Estados Unidos (nota de los editores).
[4] Periodista del Wall Stret Journal ejecutado por una facción de nacionalistas paquistaníes (nota de los editores).
[5] Tumbling Woman: Mujer que rueda (nota de la traductora).







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