lunes, 10 de diciembre de 2012

John Ford, la épica del western / Plagio de Bryce Echenique

John Ford
Fotografía de Richard Avedon
Por favor, lea el texto original
Blas Gil Extremera
John Ford, la épica del western
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Mayo de 2005

PLAGIO DE BRYCE ECHENIQUE
Nexos
Número actual
OCTUBRE, 2012
Octubre 2012




01/07/2006
Columna incólume
Alfredo Bryce Echenique 
John Ford, la épica del western


John Ford, nombre artístico de John Sean Aloysius O'Feeny, es uno de los gigantes de Hollywood de los años dorados. Era el menor de 13 hermanos de una familia irlandesa que emigró a Estados Unidos a finales del siglo XIX. El futuro cineasta nació en Cape Elizabeth, Maine, el 1 de febrero de 1894 y falleció a los 79 años en Palm Springs, California, el 31 de agosto de 1973. A lo largo de 52 años de ininterrumpida labor, John Ford dio vida a una obra formidable, integrada por más de un centenar de largometrajes, entre ellos una veintena de obras maestras, auténticas joyas del séptimo arte.

Como tantos personajes hechos a sí mismos, se inició desde abajo, aprendiendo la dureza del oficio y las dificultades de la técnica cinematográfica; según las circunstancias, fue recadero, tramoyista, doble, encargado de montaje y actor secundario, hasta alcanzar la categoría de ayudante de director y, finalmente, responsable de la dirección. Este duro aprendizaje de la “materia” y la “forma” -o sea, el oficio- serían el pasaporte para iniciar un largo y solitario viaje, y plasmar en inolvidable celuloide el torrente de imágenes que fluían en su cabeza. En aquellos lejanos años el joven estudiaba con reverencial emoción las películas de uno de los grandes pioneros y maestros del cine: David W. Griffith -El nacimiento de una nación (1915), Intolerancia (1916) o Corazones del mundo (1918), entre otras-.

Esta experiencia lo llevó a declarar en 1928 que “la exhibición de esas películas en el viejo Philharmonic Auditorium de Los Ángeles significó más para la industria del cine y el nacimiento de Hollywood que todos los espectáculos de inauguración que Hollywood fomenta”. Sobre cómo Ford llegó a ser director, Carl Lámele, fundador de Universal, contaba que, cuando necesitaron a alguien para dirigir una de esas paupérrimas películas de vaqueros, les dijo: “Prueben a Ford. Chilla muy fuerte”. Se desconoce si la anécdota es cierta o no, pero era evidente que el larguirucho Ford siempre estuvo en el lugar adecuado en el momento oportuno.

A partir de 1917 se puso tras la cámara en películas de bajo presupuesto que le sirvieron de “rodaje” para que años más tarde pudiera dirigir largometrajes con las grandes estrellas de la pantalla. Es decir, las películas de serie B le permitieron adquirir el oficio, la técnica y el conocimiento de los entresijos de la profesión. De esta manera, Ford definió el sendero de su vida cinematográfica de una manera irrevocable.

En 1920 pasó a trabajar a las órdenes del afamado productor William Fox. Películas de esta etapa son, entre otras, Buenos amigos y Manos de hierro (1920), Jackie (1921), La señorita sonrisas (1922), Tres hombres malos (1926), y en 1928 Cuatro hijos y El legado trágico, primera aproximación a su añorada Irlanda. Especial atención merece El caballo de hierro, épica narración del primer viaje del ferrocarril transcontinental. La crítica acogió la película como “un gran western”, verdadero hito de las viejas películas.

En 1939 Cecil B. De Mille filmaría una obra de epígono sobre el gran viaje al oeste, Unión Pacífico, con Bárbara Stanwick y Joel McCrea.

Aunque el cine fordiano aborda sobre todo la épica del oeste -“me llamo John Ford y hago westerns”- hay otras obras maestras en su currículo ajenas al Far West, ganadoras algunas de ellas, incluso, de la preciada estatuilla de los Oscar, en las que destila fino humor, realismo descomprometido y análisis psicológico de los personajes.

Merecen destacarse Las uvas de la ira (1940), La ruta del tabaco (1941), ¡Qué verde era mi valle! (1941) y dos historias de la lejana Irlanda: El delator (1935) y El hombre tranquilo (1953). Particularmente, esta última es una de las más bellas películas jamás rodadas. La soberbia dirección de actores, un guión impecable, y unos diálogos chispeantes, agudos y divertidos, un elenco de inolvidables estrellas y unos grandes actores de reparto dan vida a una gran historia de amor, celos y enredo; en suma, una película costumbrista de la gaélica Irlanda en el pueblo de Innesfree, un lugar donde el tiempo se ha detenido. El hombre tranquilo, tal vez la mejor película de Ford, es la historia de un ex boxeador que vuelve de sus ancestros para compartir el resto de su vida con una gente a la que nunca ha conocido. Es la tercera visión fordiana de la Irlanda rural, alegre y ensimismada en el pasado; es también la tierna y amable mirada del genio hacia un tiempo perdido en la memoria y clavado en el corazón. Han pasado los años, pero la historia permanece viva porque cada generación la ha aceptado como realmente es: ¡una bella historia de amor! Es la fábula sobre “dos seres que no podrán compartir sus vidas hasta que aprendan a conocer el valor de la humildad, el perdón y el ceder el uno con el otro”.

De la extensa cinematografía fordiana el western ocupa el primer lugar, y en este género destacan sendas trilogías como el mejor cine de la historia. La primera la forman La diligencia (Stagecoach, 1939), con un primerizo John Wayne, alter ego del autor, y la belleza rotunda de Monument Valley; Corazones indomables (1939) y Pasión de los fuertes (My darling Clementine, 1946), excelente puesta en escena del más famoso duelo a revólver, que una década más tarde abordaría también con singular fortuna John Sturges en Gunfight at the O.K. Corral. El segundo “triunvirato” lo integran la épica de la caballería y las luchas por la conquista del territorio. Fort Apache (1948) con John Wayne y Henry Fonda; La legión invencible (1949) y Río Grande (1950). Del amplio currículo fordiano el periodo más fructífero corresponde a los años cincuenta e inicios de los sesenta: Mogambo (1953), Cuna de héroes (1955), Centauros del desierto (1956), Misión de audaces (1959), El sargento negro (1960), Dos cabalgan juntos (1961) y El hombre que mató a Liberty Valence (1962). Su dilatada carrera incluye 16 películas como actor, ocho como director no acreditado de secuencias, argumentista en dos, otras dos como productor, supervisor de montaje en una ocasión, 125 largometrajes como director, 10 documentales bélicos, dos cortometrajes como director y cuatro telefilmes.

Respecto a su carácter, hay numerosos testimonios de las personas que estuvieron a su lado -actores, actrices, técnicos, guionistas, productores, etcétera-; sirvan a modo de ejemplo estos testimonios de muy distintas personas: “Ford era ligero, contradictorio, y genial”; “Un hombre exasperante, pero admirable, completamente entregado a la realización de películas”; “Era un cúmulo de contradicciones sentimentales, brillante, muy sensible, cruel, sardónico, con un muro protector a su alrededor”. Divertía como fabulador, le encantaba narrar historias y no le importaba si eran reales o no, aunque según el proverbio “la mitad de las mentiras de un irlandés son ciertas”. Era probablemente el hombre menos reservado del mundo, y podía ser muy amable y hablador un día y al siguiente estar insoportable. No tenía ninguna norma. No era nada fiable; decía una cosa y luego hacía otra. En el fondo, era un nostálgico, un romántico que amaba el placer físico de hacer películas, lo que le permitía abrirse a los demás.

Profundamente tímido y sensible, se protegía con una coraza pétrea para hacerse el duro, el cascarrabias y el gruñón. Una personalidad a medio camino entre el irlandés nostálgico, sentimental, mentiroso y terco -la única vez que cedía en un conflicto era cuando no le importaba nada- y el tipo inflexible, duro e individualista de Nueva Inglaterra. Para unos, conservador a ultranza, misógino y machista; para otros, liberal, heterodoxo y sensible a unas minorías raciales a las que trató con amable condescendencia: El sargento negro, El gran combate, y la que sería su canto del cisne:

Siete mujeres. Aunque en realidad detestaba que llegaran a conocerlo y entrar en su intimidad, el muro defensivo desaparecía cuanto tomaba la botella, cosa que ocurría con demasiada frecuencia e intensidad. El alcohol lo volvía pesado, repetitivo y viscoso.

No bebía mientras trabajaba, pero en casa o a bordo de su velero Araner la cosa era muy distinta. Para John Wayne, Ford “no era un borracho sino un alcohólico. De vez en cuando, para aliviar la presión, aquel hombre tenía que darle a la botella. Pero no era para tanto”. Este es el comprensivo comentario de un camarada.

En cuanto al trabajo, resulta un misterio cómo alcanzó aquella maestría en el oficio. No era un intelectual, ni pretendió serlo; no adoptó aires de erudito o sabio y tampoco quiso hacer películas con “mensaje”; su escuela fueron su vida y la gente. Su infancia y adolescencia estuvieron marcadas por la duda entre dedicarse al cine o hacer carrera en la marina, aunque algo instintivo lo llevó a comprender el potencial creativo del séptimo arte. Estudió y entendió algo importante: el concepto abstracto del ritmo, la cadencia y la narración amena y entendible de la historia -algo que desconoce y desdeña una gran cantidad de incompetentes y aburridos directores actuales-.

La lista extensa de personajes que perviven en sus películas son fiel retrato del alma humana: la inocencia perdida, el desamor, la melancolía, el deber y la lealtad, el hogar y la familia, el humor y la ternura, el drama, la gente; en fin, ¡la vida! Por tantas cosas su cine es humano y creíble. John Ford mantenía, además, que hacer lo correcto puede acabar con el individuo, pero a pesar de ello el “honor se puede y se debe ganar”. Creía en el futuro y en la sociedad; en adelante “las películas serán todas en color, por su éxito y porque es su medio natural... planearemos una pequeña historia, fotografiaremos la escena y la gente. Eso es lo que deberían ofrecer las personas, y ya es suficiente.

El talento de Ford no está presente en todas sus películas y más bien era creativamente errático. El caballo de hierro, por ejemplo, fue seguido de varios filmes correctos técnicamente, pero no de obras maestras. Es como si el artista se tomase un respiro, una tregua, antes de volver con renovada energía a insuflar vida a nuevos y fascinantes proyectos.

Para recapitular sobre su figura merecen recordarse las palabras de Scott Eyman: “John Ford sigue siendo uno de los gigantes más duraderos de la que es probablemente la contribución americana más importante al arte: las películas de Hollywood”.

En los dos últimos años de su vida el estado de John Ford era alarmante y se hallaba desnutrido, pálido y con una debilidad extrema; llegó a pesar unos 50 kilos. El 30 de agosto lo visitó por última vez John Wayne. “¿Has venido a hacer guardia de la muerte, Duke?”, preguntó el anciano. El proceso clínico era inexorable. Murió a las 18:35 horas del día siguiente. La última frase inteligible que pronunció fue: “Por favor, ¿me dan un cigarro?”. Así era y fue John Sean Aloysius O'Feeny, John Ford, ¡todo un carácter! n

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