miércoles, 25 de enero de 2012

Jaime Echeverri / Fanny Buitrago



Jaime Echeverri
BIOGRAFÍA

BUITRAGO, CELEBRACIÓN


Delgada, morena, no muy alta. Inteligente y vivaz. Así es Fanny Buitrago, quizá la mejor novelista colombiana del siglo veinte. Su aparición en el panorama literario colombiano se dio en medio del escándalo. No porque ella haya sido escandalosa, sino porque su nombre estuvo asociado al nadaismo. Ella, por cierto, dejó claro que no pertenecía al movimiento y se suscribía, o la suscribió la revista La Nueva Prensa, como existencialista. Esto sucedía a finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, cuando los nadaistas hacían sus trastadas publicitarias y mediáticas.

            Es ya todo un tópico decir que esa fue una época de grandes cambios, pero los hechos lo confirman. En la mitad del siglo pasado Colombia entró al presente. La migración del campo hizo crecer las ciudades y una nueva cultura urbana trajo nuevas visiones y perspectivas en lo económico, lo social y lo político. Y, claro, en lo intelectual y lo artístico. Surgieron nuevos nombres, una nueva sensibilidad y un pensamiento crítico completamente innovadores. Y, aunque con visos provincianos, empezamos a integrarnos  y a seguir el pulso del mundo. A esto contribuyeron las revistas Mito, La Nueva Prensa, Guiones y el suplemento cultural de El Espectador, medios que sirvieron de caja de resonancia a las nuevas voces del cambio. Cali, Medellín y Barranquilla empezaron a competir con Bogotá en el ámbito de la cultura. Movimientos plásticos y literarios le dieron oxigeno a una cultura  adormecida, pacata y sensiblera.
            El hostigante verano de los dioses fue la primera novela de Fanny Buitrago. Ya habían aparecido algunos cuentos suyos en El Espectador, pero este libro es el de su consagración. Una novela escrita por una mujer le daba un vuelco a la convencional, pobre y escasa participación femenina en la literatura nacional. Si esta fue la época de una pequeña gran revolución del sentido y de los sentidos, Fanny Buitrago introdujo una renovada sensualidad a nuestra letras. Ya el titulo mismo lo indicaba. Así su nombre entró con fulgor a la constelación que amplió la órbita cultural de mediados del siglo pasado. Estallidos de color y de formas en la plástica con Obregón, Ramírez Villamizar, Negret y otros artistas impulsados por la voz de Marta Traba. Irrupción del movimiento teatral con Enrique Buenaventura y Santiago García. Nuevas maneras de ver y contar nuestra realidad exterior e interior surgidas de Gabriel García Marquez, Héctor Rojas Herazo, Álvaro Cepeda Samudio. El pensamiento crítico de intelectuales como Hernando Valencia Goelkel o Jorge Eliécer Ruiz, entre otros, buscó nuevas fuentes y conceptos en pensadores europeos y norteamericanos y esto les proporcionó herramientas para observarnos desde otras perspectivas. E, igualmente, surgieron poetas que, como Jorge Gaitán Durán, Eduardo Cote Lamus o Fernando Arbeláez, pusieron en entredicho los cánones imperantes hasta ese momento y asumieron el verso libre en un tono coloquial, antes vedado por los dómines del quehacer poético parroquial.
            A este horizonte ingresó Fanny Buitrago. Los jóvenes y las mentes más libres exigían este cambio. Y encontrar estas respuestas resultó estimulante y gratificador.
            Los jóvenes en diferentes regiones del país estábamos deslumbrados. Seguíamos las noticias, esperábamos los números siguientes de las revistas y veíamos con cierta pasión los programas televisivos de Marta Traba, los manifiestos de Gonzalo Arango y los golpes publicitarios de su movimiento.
            Después de la publicación en Tercer Mundo de la novela de Fanny hubo cierto fervor. Encontramos una manera de escribir fresca, de enfrentar la realidad de una manera inédita. En mi caso particular llegó a estimularme de tal modo que tuve deseo de conocerla. Así, en uno de mis viajes a Bogotá conseguí su teléfono y, venciendo mi timidez, la llamé para conocerla. Quedamos de vernos en un café italiano, uno de los primeros lugares que ofrecían pizza, situado en la calle 24 entre las carreras séptima y novena, a la vuelta de ese famoso Cisne, sitio obligado de escritores y artistas jóvenes –en cierta medida, el polo opuesto al café Automático que convocaba a los miembros de generaciones veteranas. Allí, en esa capilla Sixtina, con una barra traída o copiada de las trattorias de la Piccola Italia neoyorquina, tomamos nuestro primer capuchino Fanny y yo. Hablamos de literatura, claro. Me sorprendió encontrar a una mujer entregada de lleno a la literatura, disciplinada, responsable, honesta y comprometida, que cada día se levantaba temprano a enfrentarse con la página en blanco. A pesar de su juventud, tenía ya un amplio conocimiento  de los libros y autores, tanto contemporáneos como de períodos anteriores. Pero, ante todo, una mujer libre, rebelde y combativa. Luego la acompañé por la séptima hasta el teatro Odeón, en la Jiménez, donde ella vería una obra de teatro que le interesaba. Desde entonces cultivamos una amistad que ha crecido con el paso del tiempo. He presenciado algunos romances de la enamoradiza Fanny, me he divertido con sus ocurrencias y hemos discutido posiciones frente al arte y la literatura, en agradables reuniones donde intercambiábamos novelas policiacas o de ciencia ficción. Su apartamento pequeño de la calle veintidós con carrera quinta siempre congregó a escritores y artistas de diversas regiones nacionales o que llegaban de exterior para conocerla. Música, buena cocina y libros. Ese ha sido su ambiente. Buena conversación y clima acogedor caracterizaron nuestras rumbas.
            Para concluir este pequeño homenaje a la amiga leal, a un ser humano sensible y solidario y a la gran narradora quiero presentar aquí los primeros párrafos de El hostigante verano de los dioses. Quizá quienes aún no la hayan leído encuentren en estas primeras líneas los rasgos que a mí me sedujeron en 1963:
            … En las tierras bajas, donde el verano tiene la misma esencia que la piel de una mujer hostigada por el deseo y el invierno parece un murmullo sordo, apagado, igual a la oración de todos los dioses viejos; donde los hombres se arrugan jóvenes bajo un sol lujurioso y los ríos son más poderosos que los mitos y los hombres, existe un pájaro de un bello plumaje azul. Canta tan dulcemente, que a muchos kilómetros de su nido se detienen los seres y las cosas a escucharle. Es un ave solitaria, de apariencia endeble y pico cristalino. Construye su nido con musgo joven, en la parte más honda del monte, al lado de un arroyo o fuente natural y se alimenta con los ojos de los pájaros que llegan a tomar agua.
            Según el decir popular el monte se puebla, día a día, de trinos y ojillos ciegos. Y la leyenda indica que el ave sólo puede ser atrapada con una red hecha con los cabellos de una jovencita impura, cuya alma no haya sido contaminada por el remordimiento...





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