lunes, 26 de diciembre de 2011

María del Rosario Laverde / Temporal orfandad de hijo

María del Rosario Laverde
Silva y Laverde
Cementerio Central, Bogotá, 2009
Fotografía de Triunfo Arciniegas

María del Rosario Laverde
TEMPORAL ORFANDAD DE HIJO
Lunes, 12 de diciembre de 2011 21:52

Llevo tu corazón conmigo,
                                   lo llevo en mi corazón.
Nunca estoy sin él
donde quiera que voy, vas tú...

E.E. Cummings

Hace unos meses mi hijo llegó de las vacaciones con su padre diciéndome que debían hablar de un tema muy serio. Me anunciaron que a partir del 2012 vivirían juntos y que lo consideraban un experimento de un año. Lo primero que pregunté fue qué pasaría conmigo. Mi hijo, muy adulto él, me dio un golpecito en la espalda y me dijo que todo seguiría igual pues no habría manera de cambiar mi condición de madre. Han pasado trece años desde que salió de mi barriga y ya no recordaba cómo era la vida sin él. Justo a eso me refería cuando hice la pregunta, sé que no dejaré de ser su madre pero ahora qué hago, debo aprender de nuevo a tener vida social, a dormir sola en mi apartamento, a hacer mercado para mí sola, a ver la telenovela sola, a levantarme sola en las mañanas, etc y mil etcéteras más.
En pocos días llovieron las opiniones de amigos, vecinos y parientes. Algunos me instaron a que por nada del mundo permitiera semejante barbaridad, otros recordaron mis años de tiempo completo metida en una clínica con mi hijo y celebraron mi llegada a la libertad, y otros consideraban una insensatez que yo contemplara la posibilidad de otra forma de relacionarme con él a partir de ahora. Los expertos en la materia aseguran que no pasarán dos meses y ya lo tendré de regreso; citan casos de cómo la sobrina de una amiga, la hija del vecino o sus propios hijos han atravesado por este tipo de experimentos para terminar concluyendo que madre solo hay una. Dentro de mí, todavía no sé qué pensar pues nunca antes se me pasó por la cabeza que mi hijo se largara y menos a los trece años.
El día que fui a dejar a mi hijo a casa de su padre, en Ibagué, sentí que me iba a morir, me dolía todo y me costaba contener las lágrimas. Sin embargo, para mantenerme en pie, ya había tenido varias fantasías acerca de lo que estaba por venir en este año que se nos viene encima: un viaje a NY, uno a México y otro a Argentina, la búsqueda de otro trabajo, ocasionales almuerzos de comida chatarra sin sentirme culpable, algunas ebriedades carentes de horario de llegada, la escritura de algunos poemas pendientes y la lectura de un centenar de libros acumulados en el apartamento. No podría ser tan malo estar sin hijo. Y a pesar de esto, llegado el momento, repito, me dolía todo.
Al sentirse de nuevo en medio de su ambiente familiar, mi hijo tuvo sus dudas. A su familia paterna no le había pasado el tiempo, su abuela seguía anunciando el fin del mundo o el fin de cualquier cosa, su tío seguía hablando de la empresa familiar y su padre llegó tres horas después de la hora acordada. Tuve que tranquilizarlo, cuando era yo la primera en morirme de la hartera de revivir todas las razones por las que huí despavorida de mi matrimonio. Mi hijo creyó en principio que no podría estar tanto tiempo sin mí y yo creí que no me podría ir sin él. Le expliqué una vez más las consecuencias de su decisión, no era momento de echarse atrás, le pedí que probara unos meses y me avisara cómo funcionaba todo y le prometí que de no funcionar sería la primera en ir a rescatarlo. Logré que se quedara tranquilo. No lloré en el viaje de regreso.
Las veces que hemos hablado por teléfono lo encuentro ocupado o a punto de salir a encontrarse con alguno de sus viejos amigos, suena feliz y no parece extrañarme. Yo tampoco lo extraño mucho. Disfruto el tiempo para mí sola. He empezado a tachar los días en el calendario y solo faltan 350 para saber si el experimento funciona.





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